Marzo de 2020
N° 39 AÑO IV
Texto: Alicia Grela Vázquez
Imagen: Elsa Sposaro
SUMARIO
Murasaki Shikibu
La historia de Genji
Murasaki Shikibu
Murasaki Shikibu
Murasaki Shikibu (Dama Murasaki) fue una escritora medieval japonesa (del siglo X). Ella nació en una familia aristocrática en el año 978 en Kyoto, en el período Heian. Su padre era Fujiwara no Tametoki, que aunque estaba emparentado con la familia Fujiwara, que dominaba Japón en esa época, no tuvo una actuación política especialmente destacada.
Murasaki Shikibu
El período Heian comenzó en el año 794 y duró hasta el 1185. El emperador Kammu que reinó desde el 781 hasta su muerte y fundó la nueva capital Kyoto. Más tarde se trasladó a Heian. Entonces cuatro familias dominaban la política del país. La sucesión de imperial estaba asegurada por la herencia. El poder estuvo en manos del clan Fujiwara.
Murasaki Shikibu
En el Japón de entonces comenzó un florecimiento artístico y especialmente literario. La cultura autóctona del país de extremo oriente surgió durante ese gobierno, tras largos años de haber imitado la civilización china. Fue entonces cuando se forjó la cultura nacional nipona. En ese contexto se desarrollo la poetisa medieval Murasaki Shikibu.
Murasaki Shikibu
Murasaki Shikibu debido a que su madre falleció prematuramente fue instruida por su cultísimo e ilustrado padre, el gobernador Fujiwara no Tametoki. Ella asistió a las clases de literatura que recibía su hermano. Esto era excepcional en una mujer de su época. También se destacó en el Arte del Waka (yamato uta). Componer y recitar ese tipo de poemas japoneses en todas sus variantes fue habitual entre la aristocracia.
En el año 999 Murasaki Shikibu se casó en la ciudad de Heian con un hombre de la aristocracia, Fujiwara no Nobutaka con quien tuvo una hija: Kenshi (o Katako), que después fue conocida como Daini no Sanmi. Dos años después quedó viuda, cuando su esposo falleció a causa de una epidemia que entonces asoló el lugar. En este contexto redactó su novela de carácter realista El relato de Genji (La Historia de Genji).
En el año 1006, Murasaki (nombre de su heroína de ficción) Shikibu (significa gabinete del ceremonial) fue destinada al servicio de la emperatriz consorte Akiko (o Shoshi), segunda esposa de Ichijo, por su talento como narradora. La historia de Genji, novela en 54 capítulos, contaba la vida del hijo de un emperador imaginario con su concubina favorita.
La historia de Genji
Murasaki Shikibu mostró, valiéndose de la vida amorosa de Genji, costumbres y ceremonias de la época en la corte imperial. También describió psicológicamente a los personajes y sus sentimientos, sus tristezas y alegrías y sus cualidades, el sufrimiento de las mujeres en una sociedad medieval,patriarcal y poligámica japonesa. El fin de esa primera novela psicológica fue abrupto, por múltiples razones.
Murasaki Shikibu
Murasaki Shikibu además de su novela (o monogatari), dejó fragmentos de diario Murasaki Shikibu nikki, describiendo acontecimientos ocurridos entre el 1008 y el 1010; una colección de poemas autobiográficos: Murasaki Shikibu shû, así como una Antología Poética. Para sus creaciones contó con su talento sumado a su permanencia en la corte. Eso le facilitó el acceso a los costosos insumos (papeles y tintas).
Murasaki Shikibu
En 1011 murió el emperador Ichijo, y cuando su segunda esposa Akiko dejó la corte para recluirse en un monasterio, Murasaki Shikibu la acompañó y estuvo a su servicio hasta el fallecimiento de la emperatriz Shoshi que se produjo en el año 1013. Se ha considerado probable que la poetisa haya muerto al año siguiente, en el 1014, dejando inconclusa abruptamente su novela.
Emperador Ichijo y su segunda esposa Akiko
Murasaki Shikibu fue incluida en el Nyobo Sanjurokkasen, como los mejores ejemplos de la poesía japonesa hasta ese momento, seleccionados por Fujiwara no Kinto a comienzos del siglo XI. La Antología que fue confeccionada en el período Kamakura (desde el año 1185 al 1333) recopiló a las treinta y seis (36) poetisas japonesas más destacadas hasta ese momento.
Fujiwara no Kinto
La historia de Genji
En cierto reinado (¿cuál pudo haber sido?), alguien de rango no muy elevado gozaba de un favor excepcional entre todas las consortes e íntimas de Su Majestad. Las demás, que siempre se habían considerado con derecho exclusivo al alto lugar que ocupaban, sentían un profundo desprecio por aquella mujer que les parecía espantosa, mientras que las íntimas de condición inferior eran incluso más desdichadas.
La manera en que atendía un día tras otro al emperador no hacía más que provocar inquina contra ella, y tal vez fuese esta creciente carga de rencor lo que afectaba a su salud y con frecuencia le obligaba a recluirse, llena de pena, en sus aposentos. Pero Su Majestad, cuya dependencia de ella iba en aumento, hacía caso omiso de quienes la criticaban, hasta que su conducta pareció destinada a ser la comidilla de todos.
Los nobles de alto rango y los caballeros del círculo privado sólo podían apartar los ojos de tan triste espectáculo. Decían que tales cosas habían conducido al desorden y la ruina incluso en China, y, a medida que el descontento se extendía por el reino, el ejemplo de Yôkihi acudía cada vez más a las mentes de todos, con muchas consecuencias dolorosas para la dama.
Sin embargo, ella confiaba en el afecto clemente y sin igual del emperador y permanecía en la corte. Su padre, el gran consejero, había fallecido, y era su madre, dama procedente de una antigua familia, quien se ocupaba de que ella no participara menos en los acontecimientos cortesanos que otras cuyos padres vivían y que gozaban del aprecio general, pero, como no contaba con nadie influyente que la apoyara, a menudo, llegado el momento, tenía motivos para lamentar la debilidad de su posición.
Su Majestad también debió de tener con ella un profundo vínculo en vidas anteriores, ya que le dio un hijo de extrema hermosura. El emperador pidió que le trajeran al niño de inmediato, pues ansiaba verle, y se quedó asombrado de su belleza. Su hijo mayor, que le había dado su consorte, la hija del ministro de la Derecha, gozaba de poderosos apoyos y todos le agasajaban como el indudable futuro príncipe heredero, pero su aspecto no podía rivalizar con el de su hermano y, en consecuencia, Su Majestad, que aún le concedía todo el debido respeto, volcaba su afecto personal en el recién llegado.
El rango de la mujer nunca le había permitido entrar al servicio habitual de Su Majestad. La insistencia en mantenerla a su lado pese a la buena reputación y el noble porte de la dama significaba que, cada vez que iba a haber música o cualquier otra clase de celebración, lo primero que él pensaba era pedir que fueran a buscarla.
A veces, tras haberse quedado dormido un poco más de la cuenta, le ordenaba que se quedara con él, y esta negativa a permitir que se marchara hacía que la dama pareciera merecedora de desprecio, pero tras el nacimiento del niño se mostraba tan atento que la madre de su primogénito temía que pudiera nombrar príncipe heredero a su nuevo hijo en lugar de al de ella.
Esta consorte, a quien el emperador tenía en alta consideración, había sido la primera en llegar hasta él; sus reproches le turbaban más que los de ninguna otra y no soportaba hacerle daño, pues también le había dado otros hijos. A pesar de la confianza que tenía en la protección de Su Majestad, eran tantos los que la menospreciaban y trataban de encontrarle defectos que, lejos de florecer, y embargada por la aflicción, comenzó a marchitarse. Vivía en el Kiritsubo.
Su Majestad tenía que pasar ante muchas otras damas en las continuas visitas que le hacía, así que no era de extrañar que se ofendieran. En las demasiado frecuentes ocasiones en que ella iba a verle, era posible que hubiera una sorpresa desagradable aguardándola en pasarelas y corredores elevados, una sorpresa que ensuciaba horriblemente las faldas de las damas que la acompañaban o que se adelantaban a recibirla, o bien, víctima de una conspiración por parte de quienes estaban a cada lado, podía encontrarse atrapada en un pasillo entre dos puertas por el que debía pasar forzosamente, y que no hubiese manera de retroceder ni de seguir hacia delante.
Al ver cómo le hacían sufrir tales humillaciones, cada vez más frecuentes puesto que las circunstancias favorecían los propósitos de sus enemigos, Su Majestad ordenó que la íntima que llevaba largo tiempo residiendo en el Koroden se trasladara a otros aposentos y le cediera su lugar a ella, pues quería que estuviera cerca de él. La mujer desalojada guardaba en su interior un rencor especialmente implacable.
Cuando el niño cumplió tres años, tuvo lugar la ceremonia de la puesta de pantalones, tan impresionante como lo fuera en su día la del primogénito, y para la ocasión se reunieron todos los tesoros del Depósito de la Corte y los Almacenes Imperiales. Esto provocó más quejas, pero a medida que el niño crecía fue revelando una belleza y un carácter tan extraordinarios que nadie le tenía inquina. Los exigentes apenas podían dar crédito a sus ojos, y se maravillaban de que hubiese nacido jamás un niño con tales gracias.
Pasarela
Durante el verano de aquel año, el Refugio de Su Majestad enfermó, pero él no le permitió que se retirase. No se sentía alarmado, puesto que la salud de ella siempre había sido frágil, y tan sólo la instó a que tuviera un poco más de paciencia. Sin embargo, el estado de la dama empeoraba de día en día, hasta que, cuatro o cinco días después, las súplicas entre lágrimas de su madre persuadieron al emperador de que debía dejarla marchar. Temerosa de sufrir incluso entonces alguna cruel humillación, la dama dejó al niño en palacio y regresó a sus aposentos con gran discreción.
Su Majestad, que ya no podía retenerla a su lado, sufría mucho al pensar que ni siquiera podía despedirse de ella. Yacía allí, tan hermosa y adorable como siempre, pero ahora delgadísima e incapaz de hablarle de su profunda aflicción ni de su pena porque se hallaba en un estado de semiinconsciencia, una imagen que alejaba de la mente del emperador cualquier idea de los tiempos pasados o futuros y sólo le permitía decirle, con lágrimas en los ojos y de cuantas maneras sabía, lo mucho que la amaba.
Al ver que ella no le respondía, sino que sólo yacía sin fuerzas y en apariencia desvanecida, con la luz apagándose en sus ojos, él no tenía el menor indicio de cómo actuar. Incluso tras haber firmado un decreto que concedía a la dama el privilegio de un carruaje tirado por sirvientes, entró de nuevo en el aposento de ella, incapaz de permitir que se marchara.
—Me prometiste que no me abandonarías jamás, ni siquiera al final — le dijo—. ¡Y no puedes abandonarme ahora! ¡No lo consentiré! Ella se sintió tan conmovida que pudo susurrar: Ahora ha llegado el fin, y me llena de pena que debamos separarnos: el camino que preferiría seguir es el que conduce a la vida. —Si hubiera sabido.
Parecía como si tuviese más que decir pero estuviera demasiado exhausta para seguir hablando, y esto hizo que el emperador decidiera, a pesar del estado en que ella se hallaba, ayudarla a salir del trance que pudiera aguardarle. Sólo a regañadientes consintió en partir, cuando le recordaron con vehemencia que aquella misma noche unos excelentes sanadores empezarían a rezar por ella en su morada. Con el corazón demasiado abrumado para poder conciliar el sueño, el emperador aguardó la llegada del alba. Antes incluso de que el mensajero hubiera tenido tiempo de regresar de la casa de la dama, expresó su profunda preocupación.
Entretanto, el mensajero oyó lamentos y se enteró de que, pasada la medianoche, ella había exhalado el último suspiro, por lo que regresó compungido. La noticia afectó de tal manera al emperador que se encerró en sus aposentos y se aisló por completo de los que le rodeaban. Todavía anhelaba ver a su hijo, pero no tardaron en llevarse al niño, pues ningún precedente autorizaba a un menor de duelo a presentar sus respetos al emperador.
El chiquillo no comprendía lo que pasaba, y miraba extrañado a las llorosas damas que habían servido a su madre y las lágrimas que se deslizaban de los ojos de Su Majestad. Semejantes separaciones son tristes en cualquier ocasión, y la misma inocencia del niño hacía que aquélla fuese más conmovedora de lo expresable. Era el momento de proceder al acostumbrado funeral. La madre de la difunta, con los ojos anegados en lágrimas, ansiaba elevarse hasta el cielo con el humo de su hija, e insistió en acompañar en su carruaje a las damas de honor durante el cortejo fúnebre.
¡Cuán honda debió de ser su aflicción al llegar a Otagi, donde se estaba llevando a cabo el ritual más imponente! —Con su cuerpo ante mis ojos, me parece que sigue viva, aunque no sea así —expresó—, y por ello contemplaré cómo se convierte en cenizas, para tener la certidumbre de que realmente ha desaparecido. Habló con bastante dominio de sí misma, pero al cabo de un momento se apoderó de ella tal paroxismo de dolor que a punto estuvo de caerse del carruaje.
— ¡Ah, lo sabía! —se dijeron unas a otras las damas de honor, sin saber cómo consolarla. Llegó un mensajero de palacio, seguido por un enviado imperial que leyó una proclama por la que se concedía a la difunta el tercer rango. La escena fue muy triste. Su Majestad jamás la había nombrado siquiera consorte, pero le dolía no haberlo hecho, y había deseado elevar su dignidad por lo menos un grado. Incluso este gesto hizo que aumentara el rencor de muchos hacia ella, pero los más juiciosos comprendieron por fin que el encanto de su aspecto y su porte, así como la dulce gentileza de su temperamento, habían imposibilitado que aquella mujer inspirara desagrado a nadie…
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